El final del Tercer Reich para Alemania supuso comenzar de nuevo en todos los sentidos. Nada podía asemejarse a su pasado nazi, y uno de los aspectos que más afectados se vieron fue el de la cultura. Con el objetivo de aplicar los planes de desnazificación y democratización alemanas, los ganadores ocuparon el país, generando una guillotina ideológica tan profunda que Alemania aún trata de recuperarse de esa resaca política. Fue dentro de esta guerra ideológica donde el cine sirvió como una plataforma sólida para la guerra por la influencia cultural.

Con el encargo de reactivar la vida cinematográfica de Berlín Occidental, Oscar Martay, oficial estadounidense, fue enviado a Berlín en 1948. Si bien no siempre con una vocación puramente cultural, sino más bien política, se trataba de emplear el cine como escaparate del mundo libre y como espejo cultural y de difusión de una serie de valores que bebían de las fuentes del American way of life. Se pretendía también volver a los años dorados del cine alemán, aquellos de la República de Weimar, en los que Berlín y Babelsberg se habían convertido en el mayor centro de producción cinematográfica de Europa. El trabajo iniciado por Martay impulsó la creación del festival en 1950 culminando en 1951 con la celebración de la primera edición de la Berlinale coincidiendo –y, no por casualidad- con los años del llamado “milagro económico alemán”. De esta manera, aparte de la evidente vertiente propagandística, la celebración del festival constataba el crecimiento de la República Federal Alemana gracias a la presencia de las potencias capitalistas.

A pesar de que ahora se celebra el festival durante el mes de febrero, la primera edición se inauguró el 6 de junio de 1951 con la proyección en el Titania-Palast de Steglitz de la película Rebecca (Alfred Hitchcock, 1940). Si bien la ciudad seguía en ruinas sólo seis años después de la Segunda Guerra Mundial, los organizadores del festival quisieron con él dinamizar la vida cultural y emplearlo como “escaparate del mundo libre”. Así, Berlín Occidental se vistió de gala para acoger la celebración de un festival de cine que pronto se iba a convertir en uno de los más significativos de Europa. En un intento de darle una proyección internacional a la Berlinale, se ubicaron una serie de cines próximos a la frontera entre ambos berlines para que los ciudadanos orientales pudiesen disfrutar también de la exhibición de películas, convirtiendo al evento en una pantalla –real y metafórica- del mundo occidental.

La Reunificación alemana en 1990 trajo un cambio sustancial en la ubicación de la Berlinale, y cines como el Kosmos, el Colosseum o el Kino International fueron cedidos por la antigua ciudad oriental para el evento. A pesar de las críticas que la organización de ese año recibió por una fuerte presencia de películas de Hollywood en competición, supuso una edición sin precedentes por haber dado un paso histórico tan grande y significativo.

Fue el año 2000 el elegido para planificar el traslado del festival a su actual sede. Después de haberse celebrado en los alrededores de la Kurfürstendamm en cines como Delphi o Zoo Palast, la edición de ese año –que además resultó ser la número 50- se celebró en Potsdamer Platz, donde el entorno de Marlene-Dietrich Platz y Potsdamer Strasse se convirtieron en el centro de la principal actividad cinematográfica de la ciudad. Aun así, el carácter de este nuevo escenario algo artificial no resultó del todo satisfactorio, en parte por las corrientes de aire que provoca el diseño arquitectónico del proyecto y en parte por la sensación de vacío que el nuevo lugar generaba. Lógico hasta cierto punto si tenemos en cuenta que el festival se había trasladado del centro de la ciudad occidental a lo que había sido durante cuarenta años la frontera baldía y prácticamente abandonada de los dos berlines. Con el paso del tiempo, la celebración de la Berlinale en este entorno y en muchos cines de ambas partes de la ciudad ha servido para recuperar cierta idea de centro, devolviendo a Potsdamer Platz actividad, movimiento y vida cultural. El festival a su vez, que nació con una cara propagandística considerable, se ha convertido con los años en algo puramente berlinés, como una marca de la ciudad que ha querido desvincularse de influencias más hollywoodienses. Con el tiempo, Berlín ha sabido encontrar su propia voz, cultural y cinematográfica.

* Imágenes: Wikimedia Commons y Maximilian Bühn

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